Cristina Rota (La Plata, Argentina, 1945) ríe discreta, en diminutos estallidos, como si tuviera una sordina escondida en el pecho. Llegó a España hace más de cuarenta años, e intercala los «acá» y «allá» con los «aquí» y «allí», como una muestra —quizá involuntaria— de que su vida es una mezcolanza de exilios, pérdidas y arraigos.
Si se hacen números, ha hecho todo lo posible en y por la interpretación (actriz, productora, directora y sobre todo maestra) y en casi todas las disciplinas (teatro, cine, danza). Lo que da la medida del estatus de su escuela no son tanto los grandes nombres que allí se formaron (Penélope Cruz, Antonio de la Torre…) como su ascenso a icono popular, también en el habla. Cuando se dice que la actuación de alguien es «digna de Cristina Rota», todos comprendemos a qué se refiere. Y casi siempre es algo bueno.
Incluso enmascarillada, es complicado no ver en Cristina Rota la angustia de este 2020. La COVID-19 mantiene en jaque —también— a la cultura, industria que ha defendido con ferocidad guerrera especialmente en las situaciones más críticas. Sencillamente, no se doblega. Huyó de una dictadura, perdió un marido, pero se negó a atrincherarse en el dolor o en la nostalgia. A sus setenta y cinco años, no está dispuesta a que otros sean los que determinen el significado de términos como izquierda, feminismo o ideología. Ella domina sus propios y personalísimos significantes y significados.
Nos recibe, como procede, en su escuela. En una pequeña sala de madera crujiente donde sigue, incansable, formando a las siguientes generaciones de actores. Le preocupa la resonancia de una estancia tan vacía, como si no fuera la suya una de esas presencias que inundan el lugar en el que estén.
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*Entrevista de Bárbara Ayuso
*Fotografía de Begoña Rivas
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